Manuel Gómez Granados.
La Crónica de Hoy.
Domingo 29 de julio de 2012.
La tarde del domingo, primero como rumor en las redes sociales y luego como una
noticia confirmada por las principales agencias de información, supe que en Cuba
perdí a un amigo: Oswaldo Payá Sardiñas.
La información oficial de
su muerte y la de su compañero Harold Cepero Escalante, las heridas que
sufrieron Ángel Carromero, español, y Aron Modig, sueco, golpearon mi conciencia
con la fuerza de las malas noticias para las que no hay remedio. Sin embargo,
fui afortunado porque tuve oportunidad de conocerlo gracias a amigos comunes:
María Cristina Herrera, Nazario Vivero, Emilio Máspero, Luis Rigau y otros
muchos, admirarlo, apreciar el profundo valor de sus convicciones, y por años
nutrirme en encuentros personales y por carta, siempre enviadas a través de
algún amigo, en papeles sencillos y escritas a mano.
Quien verdaderamente
sufrirá esta pérdida irreparable es la sociedad cubana y sus diásporas, la que
espera, denuncia y que a veces, desde Miami, incurre en excesos verbales tan
nocivos como las acciones del gobierno cubano, y la que piensa, imagina y ora
desde España y otros sitios.
No lo era por la espectacularidad de sus
acciones ni por otra razón que no fuera su valentía, congruencia y paciencia,
ese activo tan escaso para quienes sufren los efectos de una dictadura como la
cubana que, sobre el cimiento que ofrece el miedo, trata de asfixiar la
esperanza y logra sembrar el miedo de ser permanentemente vigilados.
A
mis amigos cubanos en la isla y en las diásporas me atrevo a decirles que lo más
importante en estos momentos, más allá de la amargura que provocan las palabras
de su hija y de Ofelia Acevedo Maura, la esposa de Oswaldo, sobre las dudas
acerca del “accidente” en el que perdió la vida, es seguir su ejemplo y no
desfallecer. Fue un hombre excepcional y un testimonio de fortaleza y humildad.
Y es que tenía una comprensión diáfana, producto de su profunda fe cristiana, de
que la violencia no ayuda cuando se trata de construir una nueva realidad
democrática y respetuosa de los derechos humanos.
Del Parlamento Europeo
recibió el Premio Sajarov de derechos humanos en 2002, varias veces fue
candidato al Premio Nobel de la Paz, impulsó el Proyecto Varela y era ingeniero
físico y en telecomunicaciones. Oswaldo sabía, gracias a que no era ingenuo, que
para construir una nueva realidad no basta modificar algunos aspectos formales
del régimen o del diseño de las instituciones de Cuba si no va acompañado de un
cambio en y de los cubanos. Recordemos que al morir contaba con 60 años,
perteneció a la generación que vivió intensamente los cambios que impulsó la
revolución, con sus logros y sus excesos, sus promesas incumplidas, su apuesta
por soluciones totalitarias y el silenciamiento sistemático de los
opositores
Se necesita de algo más que buenas intenciones o la planeación
científica de la producción y la distribución de los bienes. Oswaldo comprendió
bien eso y, lejos de apostarle a las soluciones súbitas o radicales que impulsa,
por ejemplo, el exilio de Miami, le apostaba al trabajo en la calle, con las
personas, con las familias y —sobre todo— a demostrar que era posible actuar en
política a partir una lógica distinta a la de la dominación o la
subordinación.
En el pozo inagotable de sus convicciones religiosas, de
su catolicismo, en un país que trató de erradicar la fe, encontró la inspiración
para construir un discurso y una práctica de la política centrado en el valor de
la dignidad y los derechos humanos, la cooperación, la coordinación voluntaria,
y sin violencia, física o verbal, demostraba su viabilidad a partir de su
ejemplo.
Oswaldo no era un hombre preocupado por sostener un culto a la
personalidad. Estaba plenamente consciente de la fragilidad de sus empeños y de
que nada le garantizaba el respeto a su integridad personal, pues sabía de la
violencia del régimen contra sus compañeros de Movimiento Cristiano Liberación y
contra otros opositores.
Ni siquiera tiene caso que nos lastimemos
demasiado con reflexiones acerca de la posible responsabilidad de los órganos de
control político del Estado cubano. Él sabía que ese era un factor que escapaba
a su control y lo asumía como parte de la tarea que, libre y conscientemente,
había decidido emprender.
Tampoco caigamos en el miedo que paraliza. Si
algo aprendimos de Oswaldo es que lo último que debemos sentir es miedo. Dios lo
ha recibido en sus brazos y ahora nos toca seguir la faena y lograr que su obra
sea semilla fecunda de una transformación radical de la realidad cubana y
latinoamericana.
Enlace: http://www.cronica.com.mx/notaOpinion.php?id_nota=679369
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