Manuel Gómez Granados.
Excelsior.
Sábado 18 de agosto de 2012.
Quienes
trabajan en organizaciones de la sociedad civil promoviendo el desarrollo de
comunidades marginadas usan el concepto de seguridad alimentaria para referirse
a la certeza de comida y aprovechamiento biológico diario. En Chiapas, por
ejemplo, las mujeres expulsadas de sus pueblos necesitan encontrar alguna
manera de garantizar su alimentación y la de sus hijos. Es una tarea que, si la
enfrentamos con proyectos productivos, rinde frutos valiosos y sustentables.
En
los últimos meses, las noticias sobre incrementos a los precios de los granos
más importantes para el consumo humano y forrajero a escala mundial obligan a
repensar las estrategias. Ya no serán sólo los marginados quienes necesiten
ayuda. Si no superamos la falsa dicotomía que considera a las ciudades como
espacios que dependen totalmente de las zonas rurales para recibir alimentos,
será más difícil que muchas familias mexicanas cubran sus necesidades básicas.
Es
un escenario muy difícil que ha sido minimizado por quienes creen que los
mercados resuelven estos problemas y es agravado por quienes no supieron
interpretar, por ejemplo, lo que el Tratado de Libre Comercio con Estados
Unidos establece respecto de la producción de alimentos o las consecuencias que
ha tenido la decisión de apostarle a los biocombustibles, como solución a los
problemas de abasto de gasolinas. Además de los conflictos asociados al cambio
climático, que implican la pérdida en Estados Unidos y Argentina, dos de los
más grandes productores de maíz a escala global, de cerca de 15 por ciento de
la producción.
En
una realidad así, y dado el desinterés o la incapacidad de las autoridades para
desarrollar soluciones de gran escala es necesario articular propuestas de
pequeña escala que contribuyan a resolver estos problemas.
Las
respuestas de pequeña escala existen desde siempre. Incluyen, entre otras, a la
ganadería y la horticultura de traspatio o de azotea. Es una solución con la
que nuestros padres y abuelos estaban familiarizados: producían en su casa
parte de los alimentos básicos, pero hoy la dificultan o desprecian los ánimos
desarrollistas y la mala planeación urbana que se ha impuesto como norma.
Existe también un cierto ánimo burocrático. Basta ver los requisitos absurdos
que los gobiernos en México fijan para certificar las azoteas verdes. Con una
certificación menos pretenciosa, más personas podrían pensar en invertir para
que su azotea califique como verde. Con los criterios de certificación que
existen en el DF sólo los ricos pueden pensar en construir azoteas verdes.
Sin
embargo, más que esas certificaciones, lo verdaderamente importante es que
nuestras azoteas, traspatios y áreas verdes públicas contribuyan a producir
alimentos. No es una utopía. Es algo que se practica en ciudades altamente
desarrolladas como París, Nueva York o Chicago. Incluso, ya se ha puesto en
práctica en Ciudad Juárez, Nogales, San Luis Potosí, Iztapalapa, Tepotzotlán,
Chignahuapan y otras ciudades de México, donde la fundación Luis María
Martínez, IAP, y otras organizaciones de la sociedad civil impulsan este tipo
de proyectos como parte de un esfuerzo para reconstruir el tejido social y
producir alimentos: hortalizas y hongos.
Y
hay un bono. Los efectos de producción agropecuaria a pequeña escala no sólo
son económicos. También ayudan a reconstruir redes de apoyo y confianza entre
las personas, que reducen la incidencia del crimen y mejoran la calidad de vida
de todos los vecinos.
Enlace: http://www.excelsior.com.mx/index.php?m=nota&seccion=opinion&cat=11&id_nota=854159
No hay comentarios:
Publicar un comentario