
Fernando López Anaya.
Para el filósofo alemán Martin Heidegger, en su obra El ser y el tiempo, la época antigua griega representó el punto de partida donde el hombre, resuelto a dejar las explicaciones míticas de los fenómenos de la naturaleza, emprende la aventura de pensar desde un contexto “virgen”; es decir, libre de cualquier esquema conceptual que lo pudiera condicionar, crea una manera totalmente nueva de ver la realidad. Es entonces cuando se hace la pregunta más honesta que pueda haber, más íntegra y sincera, se pregunta por el ser de las cosas, cuestión que abarca toda la realidad, sin discriminar.
Federico Nieztche, en El
nacimiento de la Tragedia, describe dos lecturas de la realidad que los antiguos
griegos consideraban inseparables: lo apolíneo y lo dionisiaco. Lo apolíneo es
el culto al dios Apolo, representa lo racional, el orden, lo estructurado; lo
dionisiaco es el culto al
dios Dionisios, y representa la pasión, la embriaguez, lo instintivo, lo
salvaje, la locura…
Sócrates y Platón fueron señalados por Nietzsche de pretender hacer
del mundo una realidad inteligible, con prioridad de lo racional sobre el mundo
sensible. Para Nieztche, la decadencia del pensamiento surgió cuando se
dogmatizó el culto al dios Apolo; incluso, culturalmente Dionisios derivó en la
personificación del Diablo, pues orquestaba los excesos relacionados a los
placeres del cuerpo y del mundo, al Diablo se le atribuyeron aspectos
dionisiacos en la forma de “poderes malignos”.
Para Heidegger, la pregunta por el ser de las cosas se evadió,
incluso se rechazó y atacó, como lo hicieron los positivistas lógicos como
Rudolf Carnap, que reprobaron el lenguaje que trata sobre el ser de las cosas,
en un afán por establecer un lenguaje único y universal para lo que
consideraron ciencia, sólo aquello que tiene referente empírico (basado en la
experiencia).
Lo cierto es que, muchas
veces, en la visión que
tenemos de la realidad, se excluyen dimensiones que no pueden ser “digeridas”
por nuestro yo más profundo. Como dijera Nietzsche cuando se refiere al tema
del arte al tratarlo como si tuviera funciones de válvula de escape: “impide
que muramos de realidad”.
Estamos inclinados a excluir de nuestra visión lo que destruye
nuestra imagen utópica del mundo, de aquellos que nos rodean, y principalmente
de nosotros mismos.
Así, creamos un escenario “hipócrita”, edificamos una “máscara” de
lo que quisiéramos ser, no de lo que realmente somos. Esto resulta de una
cultura occidental imposibilitada a reconciliar dos dimensiones de la realidad:
la sensible y la racional. Lo vemos cuando los protagonistas de los grandes
acontecimientos de la historia son exaltados en sus virtudes heroicas, pero
pocos historiadores se arriesgan a narrar que las motivaciones de estos
personajes pudieron tener origen en su estado más primitivo, animal y salvaje.
La historia convencional educa y configura a pueblos y comunidades
a su propia imagen y semejanza. Dicen
que la historia la cuentan
los vencedores, y los que vencen la narran cómo quieren ser recordados. Así
pues, deberíamos recuperar una historia más humana, “salvaje”… para no ser
víctimas de los espejismos que confeccionan muchos escritores, especialistas en
crear horizontes utópicos, como si no existiera el mundo sensible de las
pasiones desordenadas, mundo que, muy a menudo, conduce con fuerza a las
personas.
Es necesario que emerjan personas irreverentes con su propia
historia, capaces de esclarecer “lo que no se ve”. Por ejemplo, Michel Foucault,
en su obra El orden del
discurso señala el tema
del Tabú, entendido como omisión, como un punto clave para esclarecer que en
las formas culturales subyace el deseo de dominio, de poder; incluso, la
omisión puede emerger como una llave que desnuda el verdadero mensaje de un
discurso.
Michel Foucault presenta la historia de una nueva forma, abre
nuevos derroteros. No cantó los grandes ideales de la Revolución Francesa como
los fundamentos-madre de las revoluciones, sino que mostró la antiutopía de los
protagonistas de la historia, sus inconsistencias y omisiones, sus sombras y
pasiones, sin maquillajes.
Esta otra historia que poco conocemos, no se asume, no se
reconoce, se oculta y se evade. Hacen falta hombres y mujeres que se arriesguen
a mostrarla y transformarla. La historia fragmentada, antiutópica, existe y
opera, es un error no descubrirla y asumirla, pues se encuentra a nuestro lado
como un animal salvaje, que no por ignorarlo va a dejar de devorarnos en la
vorágine de lo cotidiano.
El riesgo de enfrentar, descubrir y asumir el animal salvaje, es
que este encuentro puede derivar en violencia, pues las pasiones son intempestivas,
así lo muestran expresiones de lo que se considera contracultura, pero que paradójicamente,
fecunda lo que toca con su talante revolucionario, incluso autoritario. Esta especie
de “creatividad” de la contracultura conlleva una dosis de violencia.
Se requieren valientes que
propongan caminos totalmente nuevos, que rompan con los estereotipos de lo
estructurado, y que causen aquella violencia que enriquece. Por ello, no
resulta sorpresivo que Friedrich Hegel,
filósofo alemán, dijera que “la historia avanza en su lado malo”.
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