Manuel Gómez Granados.
Domingo 17 de marzo de 2013.
La Crónica de Hoy.
En febrero de este año, el Instituto Nacional de Estadística y
Geografía daba cuenta de las cifras de ocupación y empleo para 2012.
Llama la atención el número de personas que, entre octubre y diciembre
del año pasado, trabajaron en la economía informal.
Casi dos de cada tres personas, 59.9 por ciento de los mexicanos en
edad y condiciones de trabajar, tuvieron algún tipo de empleo informal.
Ciertamente, la cifra da cuenta de una ligera mejoría respecto de lo que
teníamos en 2011, pero fue una mejora marginal que nadie en su sano
juicio podría considerar indicativa de algo más que una variación, que
podría atribuirse a muchos factores. Ese 59.9 por ciento representa a
cerca de 30 millones de personas, muchos de ellos jóvenes y mujeres que
trabajan en condiciones insalubres, sin seguridad social, sin que se les
reconozcan derechos, y la inmensa mayoría de ellos impedidos para
continuar sus estudios, con algún tipo de carencia en términos de
vivienda, salud, alimentación o alguna combinación de las tres.
La mayoría de los trabajadores del sector informal trabajan allí
honradamente; todas las mañanas despiertan para ocupar algún espacio en
las bocacalles de Insurgentes o Calzada de los Misterios o alguna otra
calle del Distrito Federal y de ciudades del interior de la República,
con la única protección que les dan sus ganas de ganarse el pan para
ellos y sus familias. Limpian parabrisas a cambio de propinas, venden
cigarros al menudeo, ofrecen botellas de agua, distribuyen periódicos
gratuitos, etc. Otros, en cambio, no siempre actúan honradamente, pues
manufacturan videos, películas y programas de cómputo piratas en grandes
cantidades, y los distribuyen con una eficacia que envidiarían algunas
empresas formales. Además, está la economía criminal: secuestros,
extorsión, drogas, robos…
Unos y otros, quienes trabajamos en el sector formal y quienes lo hacen
en el informal, configuramos una realidad muy compleja. Ni todos los
formales son buenos y honestos, ni todos los informales son malos y
deshonestos. Estar de un lado u otro de la mesa puede ser, en muchos
casos, cuestión de suerte, y de un mal diseño de nuestras instituciones y
mercados.
El saldo de muchos años de inmovilismo legislativo, que parece que
empieza a ceder, refleja, en un sentido, la ceguera de las autoridades
que, a pesar de repetidos anuncios de reformas y talas legislativas y
reglamentarias, mantienen trabas innecesarias y engorrosas para la
creación de empleos formales, microempresas, autoempleo y hasta para el
pago de impuestos; trabas que reflejan, en algunos casos, miopía al
imaginar las posibles maneras de financiar los sistemas de seguridad
social, recaudación fiscal y en otros, una parálisis deliberada que
beneficia a mafias que viven de la informalidad.
No olvidemos que muchos políticos viven del clientelismo, y necesitan
mantener en la informalidad a millones de personas para contar con gente
movilizable, personas acarreables, que aguanten horas y horas en el
sol, que aplaudan o abucheen cuando sea necesario.
Este entramado de complicidades tiene sus nexos en algunos empresarios
formales que se sienten amenazados por posibles competidores, y que
prefieren exiliarlos a las actividades no formales. No es producto del
azar que seamos un país de informales, del mismo modo que somos un país
de monopolios. La informalidad forma parte del precio que los mexicanos
pagamos porque ramas enteras de la economía están en manos de una o dos
empresas, que en algunos casos no sólo son monopolios, también son
monopsonios, es decir, son los únicos o los principales compradores de
los insumos necesarios para elaborar los bienes que producen.
A muchos empresarios formales les conviene que sea costoso ser formal,
porque entonces sólo las empresas consolidadas pueden tener las ventajas
que se desprenden de ser formal, como deducir impuestos, tener acceso a
créditos o concursar en licitaciones de gobierno... Por otra parte, les
conviene que existan empresas informales, especialmente en el campo y
las zonas más marginadas, que produzcan bienes a precios muy bajos, que
son adquiridos por las empresas formales para comercializarlos con
mayores ventajas.
Algo tenemos que hacer ante la informalidad, y un primer paso es la
simplificación de trámites para abrir un negocio o microempresa, y para
el pago de impuestos que hoy es tan complicado. Urge también, que
rompamos con viejas costumbres y formas culturales de ser empresario, ya
que muchos, han dejado como legado pobreza, corrupción, mafias y, sobre
todo, la visión de un mundo laboral que pertenece a los “astutos” y no a
los que creen en el esfuerzo del trabajo diario y la perseverancia.
manuelggranados@gmail.com
Enlace: http://www.cronica.com.mx/notas/2013/738165.html
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