Excelsior.
Sábado 02 de marzo de 2013.
Sábado 02 de marzo de 2013.
El 11 de febrero, Benedicto
XVI
expresó ante los cardenales: “Con plena libertad, declaro que renuncio al
ministerio de obispo de Roma, sucesor de san Pedro”. Al
renunciar voluntaria y libremente a su ministerio, se ganó el corazón incluso
de los más acerbos críticos de la Iglesia.
El jueves
pasado, cuando se concretó la renuncia, las actividades privadas y públicas del
ahora Papa Emérito, tuvieron a la humildad como común denominador, que será por
lo que el mundo lo recordará siempre: “No me bajo de la cruz, sino que quedo de un modo
nuevo ante el Señor crucificado”… “Soy
simplemente un peregrino que inicia la última etapa de su peregrinación en esta
tierra”. La humildad, más que la inteligencia o cualquiera de
los otros dones que lo distinguen, será el factor más importante de su legado.
Y no es que
Ratzinger, antes y después de su papado, no haya escrito textos importantes,
relevantes. El mejor ejemplo se encuentra en su encíclica Caritas in Veritate.
La reflexión que contiene es importante no sólo para la Iglesia, sino que es una
fuente clave para analizar las causas
profundas de la crisis financiera de 2007-8.
Sin embargo,
una contribución tan fundamental como esa, cobrará un sentido más pleno frente
al testimonio de humildad, sensatez, sentido común, amor a la Iglesia y —sobre
todo— de responsabilidad al reconocer que ya no estaba en condiciones de
continuar al
frente de la Iglesia.
Esto es más
importante en la medida que pensemos cuál será el resultado del Cónclave que iniciará
en unos cuantos días. El legado de humildad y responsabilidad de Benedicto XVI
lleva implícito un mensaje muy claro: para dirigir a la Iglesia católica en el
mundo contemporáneo, se necesita de una persona que tenga la fuerza y la
capacidad para hacer frente a los retos.
No es algo nuevo.
Uno de los grandes méritos del Vaticano II fue reconocer que dirigir una
diócesis (infinitamente inferior en tamaño al conjunto de la Iglesia) es una
tarea que requiere disposición de ánimo y capacidad, que las personas mayores
de 75 años ya no pueden ofrecer, por más que puedan ser muy aptas para la
reflexión, el análisis o la toma de decisiones. Hay ahí una paradoja, pues la
Iglesia, que exige a sus obispos renunciar al cumplir los 75 años, no impone
límite alguno a quien se desempeña como Papa.
La renuncia
de Benedicto reconoce esa realidad. Su sucesor, y cualquier persona en la
Iglesia, tendría que hacer suyo este legado. La Iglesia necesita personas
vitales, en plenitud y humildes para
ejercer su vocación sin aferrarse al cargo y al título, lo cual supone una vida
espiritual muy profunda. Muchos de los problemas que la Iglesia ha enfrentado
en los últimos 15 años, no sólo por los casos de abusos sexuales, se hubieran
aminorado si los responsables de las diócesis y las órdenes religiosas afectadas
hubieran sido suficientemente humildes para reconocer sus errores, para
comprender que ellos pertenecían a la Iglesia y que la Iglesia no les
pertenecía a ellos.
En la
Iglesia existen los que creen que ella existe para evitar que las personas se
equivoquen y prohíben, castigan, amenazan; y los que creen que su papel es promover el
encuentro de cada persona con Cristo. El encuentro con Cristo transforma
radicalmente a la persona y lo hace todo nuevo, es la evangelización. ¿Qué es más importante? ¿Aferrarse al cargo y el honor o
cumplir con la conciencia? ¿Lo entenderán así quienes integran el colegio de cardenales?
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