Sábado 13 de abril de 2013.
Excelsior.
Manuel Gómez Granados.
Mañana domingo Venezuela
vivirá su segunda elección presidencial en menos de seis meses. Todos conocemos
la historia, de modo que no tiene mucho sentido detenerse en los detalles que
llevaron a Nicolás Maduro, luego de una compleja pugna en el seno del chavismo,
a suceder a Hugo Chávez para ser candidato contra Henrique Capriles, gobernador
del estado de Miranda, cabeza visible de un mosaico de organizaciones muy
diversas.
Hasta hace dos semanas,
prácticamente todas las encuestas hablaban del inminente triunfo de Maduro y no
porque alguien hubiera visto algo notable en él. Se sabía que representaba la
continuidad del chavismo, y en la víspera del inicio de la campaña electoral
aceptaba ese papel. Pero lejos de conformarse con ser el albacea de la voluntad
política de Chávez, optó por construirse una imagen propia de la peor manera
posible.
Primero empezó con las
revelaciones acerca del supuesto papel que Chávez, suponemos que en espíritu,
tuvo en la elección de Jorge Mario Bergoglio como nuevo Papa. Luego se le
empezó a ver preocupado por repetir la victoria que logró Chávez cuando muchos
sabían que ya estaba muy enfermo. De modo que dedicó los primeros días de su
campaña a denostar a Capriles: Un día lo llamó “Caprichito”, otro día le
recordó a Venezuela que él, Maduro, sí tenía mujer y decidió besarla
públicamente como si fuera la última vez que lo fuera a hacer, para luego
recordar a los asistentes al mitin que Capriles es soltero. Uno tras otro, los dislates
y disparates se acumularon hasta que tocó su turno al “pajarito” que, según
Maduro, le había anunciado —en nombre de Chávez— que él ganaría la elección.
Todo eso no pasaría de ser
anécdotas electorales típicamente venezolanas si no fuera porque los casi 15 años de gobiernos de Chávez ya le
pesan al chavismo. Las acusaciones que a finales de los noventa lanzaba Chávez
contra Carlos Andrés Pérez, Jaime Lusinchi y otros representantes de la antigua
democracia venezolana, ya no son tan eficaces. El país ha cambiado. Hay por lo
menos dos generaciones de jóvenes electores que han crecido sin conocer otra
cosa que no sea el chavismo y a quienes las acusaciones contra Pérez, Lusinchi
y otros expresidentes venezolanos, ya no dicen cosa alguna.
Es un signo de la fatiga
que inevitablemente acompaña al ejercicio del poder, a lo que hay que agregar que Maduro no tiene experiencia
electoral propia y que Capriles, en cambio, ha construido, hasta hoy, la imagen
de un líder que sabe perder, que supo reconocer su derrota y que sabe gobernar
como lo demuestra su desempeño en el estado de Miranda.
Todos estos factores hacen viable
una posible derrota de Maduro y ello se notó en muchos de los actos de
violencia que protagonizaron los Camisas Rojas durante los cierres de campañas.
Así, lo que parecía una victoria fácil para Maduro ahora es una elección
incierta. Las casas encuestadoras incluso hablan de empate técnico.
Es difícil hacer
pronósticos en situaciones así, pero gane quien gane, lo que Venezuela tendría
que deducir de esta elección es que la política de polarización sistemática,
que fue muy efectiva para Chávez —pues hubo muchos abusos de los políticos de
la Venezuela pre-Chávez—, se ha agotado. Gane quien gane, más que pensar en ajuste
de cuentas, tendría que pensar en soluciones concretas a problemas que ya no
son culpa de Lusinchi, Pérez o Caldera; forman parte ya del legado del chavismo
que mañana, junto con su albacea, vivirá su prueba de fuego.
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