Manuel Gómez Granados.
La Crónica de Hoy.
Domingo 07 de abril de 2013.
¿Qué hace que algunas personas, contra toda lógica, luchen, se superen y
salgan adelante? ¿Qué les da a muchas personas ese talante para
progresar y lograr sus anhelos?
Años atrás, en Chiapas conocí a una indígena: Rosario. A los 10 años,
contra la voluntad de toda su familia, bajó de Los Altos a San
Cristóbal. Vendió pulseras, durmió en los portales, trabajó como
sirvienta, mesera… y logró ser contadora. Hoy está casada, tiene su
casa, sus hijos ¡Salió adelante!
Sin embargo, entre algunos que trabajan en el desarrollo humano se
asume que la responsabilidad principal de quienes no salen adelante es
del Estado. Con los programas del gobierno, en algunos casos se han
logrado mejoras, pero la realidad es que cada nuevo servicio representa
más gasto, más impuestos, más deuda o supresión de otros programas, y
los problemas siguen ahí y crecen... Es más, ciertos programas han
reforzado la pobreza y han creado dependientes permanentes del Estado,
que ya no hacen nada por salir adelante.
La pobreza existe y no es una ilusión, ni se resuelve sólo con voluntad
personal, pues muchas veces las condiciones sociales impiden su
superación. Es un problema multicausal que se explica, en parte, porque
además de la distinción que muchas veces hacemos entre economía formal e
informal, sería necesario hablar más bien de economías ilegales y
criminales. La economía informal lo es porque en México, el marco legal
ha sido incapaz de reconocer que no es posible meter en el mismo saco al
narcomenudista, al secuestrador, al que vende productos robados o
piratas y a la señora que pone inyecciones en su casa, vende tamales o
hace tandas; además de la siempre farragosa tramitología.
Hay quienes no encuentran empleo, pero se dice que en cada calle hay un
vendedor de droga, que reporta al jefe de zona y éste al de la colonia.
Su trabajo es “estar en su casa”, en los videojuegos o en la TV, y
entregar “sobres” a sus clientes. Esta actividad les deja en
promedio dos mil pesos semanales. No estudian ni trabajan aparentemente,
algunos los llamarían incluso ninis, pero tienen para ropa, celulares,
antros. La mayoría no contribuye al gasto de sus casas. Viven para sí
mismos y son profundamente individualistas.
Parte del problema también está en lo que hemos hecho con nuestras
escuelas. Antes, cuando un maestro llamaba la atención a un niño por no
hacer la tarea, no estudiar o golpear a un compañero, los papás apoyaban
al maestro, pues querían que su hijo madurara. Ahora no es así.
Reportan al maestro y hasta pueden expulsarlo. Los maestros viven
cuidándose de los alumnos. Muchos niños, sobreprotegidos por sus padres,
crecen sin aceptar ninguna llamada de atención ni frustración ni
fracaso. Muchos papás y escuelas no educan para desarrollar la
iniciativa personal ni el esfuerzo. Se espera que todo sea fácil y
rápido.
Hemos pasado de los mitos de la premodernidad, a la razón de la
modernidad y nos hemos instalado en el sopor de la postmodernidad, con
su sensiblería y pensamiento débil, a la espera de la hipermodernidad;
que implica vivir siempre pendiente de la próxima y nueva emoción, que
será mejor: novia, esposa, trabajo, celular, computadora, auto, hogar,
leyes, y no se vive el presente, esperando un futuro que quizás nunca
llegue. En ese cambio, quebramos los vínculos humanos estables y el
esfuerzo cotidiano en el tiempo, creamos nuevas subjetividades que sólo
acentúan el individualismo agnóstico, narcisista, y hacen imposible
confiar en los otros. Desechamos relaciones en la vida real, incluso
familiares, igual que “des-amigamos” a otros en Facebook.
No educamos para crear vínculos entre personas que se construyen
lentamente, lo que implicaría crear confianza, reconocernos
interdependientes, tolerar, incluso las traiciones, y entender que todos
somos seres humanos imperfectos, únicos y diferentes. Educamos en lo
efímero, lo light, lo líquido; tanto que —Benedicto XVI dixit— la
cuestión social hoy ya no es sólo económica; es antropológica.
Ortega y Gasset hablaba de seres pusilánimes y magnánimos. Al magnánimo
muchas veces se le borra, se le destruye: causa miedo porque piensa
distinto, transita nuevos caminos, investiga, experimenta y no se da por
vencido. Al pusilánime se le prefiere porque no crea problemas, y la
consecuencia es que nos convertimos, cada vez más, en una sociedad de
mediocres, conformistas, instalados en una zona de confort que prefiere
que el gobierno lo mantenga. ¿Cuánta responsabilidad tiene en todo esto
los medios, las escuelas, los gobiernos y las iglesias? ¿Qué habría que
cambiar para que cada uno cultive su deseo de progresar y se sepa
responsable de sí mismo?
manuelggranados@gmail.com
Enlace: http://www.cronica.com.mx/notas/2013/742990.html
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