Fernando López Anaya.
Historia es destino, así reza un dicho que en buena medida
es cierto. La situación económica, social y cultural de nuestro país responde a
la manera en que se ha contado la historia de México.
Hay
una serie de principios intocables que permanecen en la narrativa de la
historia de nuestro país, tales como: la soberanía nacional, la no reelección
en el caso de legisladores federales y el ejecutivo federal, la separación
Iglesia-Estado, los ideales de justicia y reparto de tierras que la Revolución
Mexicana entraña, la prohibición a la producción y consumo de mariguana, la
educación laica, entre otros, son algunos ejemplos de lo que hoy no se discute,
o si se discute se reprueba desde una actitud dogmática, como si fueran
artículos doctrinales de religión de Estado.
Esta
visión de lo que debería ser nuestro país ha configurado una especie de
antítesis del México ideal, y parece que esta antítesis se ha ido fortaleciendo
y desarrollando, de manera que contamos con más argumentos para rechazar ideas
que caminos para discutir y analizar propuestas de solución a los problemas
económicos, sociales y culturales que México enfrenta. La antítesis se ha
convertido en una especie de enterrador del desarrollo institucional, cultural,
económico y social de México, es como si hubiéramos organizado una revuelta en
contra de nosotros.
El
legado histórico puede ser una carga que nos impida transformar con mayor
rapidez aquello que no funciona en nuestra sociedad. La carga ideológica que la
historia hereda ha vuelto loca la política, un ejemplo de ello es el rechazo a
ultranza de ayuda internacional en temas de combate al crimen organizado con la
excusa de que se vulnera la soberanía nacional, y con esto preferir que los
delincuentes operen en los cuerpos policíacos a que extranjeros nos den
lecciones de cómo proceder en los casos donde la población civil corre riesgos.
Otro
ejemplo es la negativa sistemática y constante de que los proyectos de
desarrollo social que implementan dependencias de gobierno involucren a
agrupaciones religiosas o las favorezcan, ignorando que en muchas partes del
país, las comunidades y el tejido social se desarrollan y fortalecen en torno a
la religión. Si surge el caso de que en la práctica algún proyecto favorece a
alguna denominación religiosa, las autoridades fingen demencia, y simulan una
acción libre de tendencias y favoritismos.
La
negativa a tratar los temas tabú de México son elementos del campo de lo
absurdo que de la realidad misma, peleamos con una sombra que nos desgasta y
nos confronta, luchamos contra fantasmas que tienen nombre y apellido:
“soberanía”, “no reelección”… No estamos a la altura de los retos del mundo
global.
En
buena medida, este esencialismo que pretende “pureza sin mancha” se lo debemos
a las instituciones que lo fortalecen, entre las que destacan escuelas y
universidades, que además de ideologizar la enseñanza, apagan cualquier germen
de creatividad, pues reprueban aquellas iniciativas que salen de las distintas lógicas
y estructuras de los discursos del saber.
El
creciente interés de certificar el quehacer de los profesionistas por parte de
instituciones de enseñanza, ya sean privadas o gubernamentales, es muestra de
que las universidades y el sistema educativo se van convirtiendo en un catálogo
de lo que no hay que hacer. Como dijera Albert Einstein, “Si buscas resultados
distintos, no hagas siempre lo mismo”.
Por
eso en México tenemos más de 50 millones de personas hundidas en la pobreza,
por eso la mayoría de microempresas que surgen a diario no resisten la maraña
de reglamentaciones y engorrosos trámites, por eso los proyectos de desarrollo
no sacan a nadie de la postración que representa el asistencialismo, porque nos
entretenemos en una estéril guerra de mexicanos contra fantasmas.
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