La Crónica de Hoy.
Domingo 11 de agosto de 2013.
Manuel
Gómez Granados.
Cada mes, un pequeño ejército de mexicanos se
aposta a las puertas de distintas dependencias para hacer largas filas. Dado
que son personas que, en su gran mayoría, tienen más de 65 años, abundan entre
ellos bastones, sillas de ruedas, muletas, lentes e incluso sondas que les
permiten aguantar a pie firme esas largas filas (y todo el tiempo que implican)
sin perder el lugar por tener que ir al baño.
A veces las filas son para cobrar las exiguas
pensiones que reciben. Otras veces, las filas son para cumplir con ese
requisito kafkiano, que sólo en México se nos hubiera ocurrido imponer a los
ancianos, de demostrar que todavía respiran, que todavía existen y esperar, de
esa manera tan absurda como innecesaria, que se les debe pagar lo que por ley
les corresponde. La burocracia mexicana, experta en crear eufemismos para
disfrazar las prácticas más humillantes, llama a este ejercicio “la
supervivencia” y habrá quienes puedan decir que pasar “la supervivencia”
garantiza que nadie abuse del derecho de los jubilados y pensionados. El
problema es que, además de ser un trámite absurdo, aunque relativamente
sencillo si se vive cerca los lugares autorizados para certificar que la
persona todavía vive, resulta absurdo y costoso para quienes no viven cerca de
esos lugares, enfrentan gastos y problemas terribles, pues si alguien no
acredita “la supervivencia”, entonces debe enfrentar trámites todavía más
complicados para demostrar que efectivamente existen aún y reanudar así el pago
de la pensión.
Hay empleados, como las enfermeras y
trabajadoras sociales, que demuestran algún grado de humanidad con los
jubilados que enfrentan estos problemas, pero el sentido común de nuestras
instituciones no pasa de ese nivel de los operativos. Muchos directivos no sólo
no facilitan estos trámites; cada que pueden los dificultan. Es interesante
observar, por ejemplo, que en la monumental tala administrativa
y de trámites que ejecutó Felipe Calderón en los últimos dos años de su
gestión, efectivamente desaparecieron muchos trámites, pero los de “la
supervivencia” no sólo no desaparecieron; se hicieron más estrictos y difíciles
de cumplir para quienes no viven en las delegaciones centrales del Distrito
Federal.
Y habrá quien diga que los trámites que
enfrentan los jubilados y pensionados es lo menos importante del problema,
todavía mayor, que implica cumplir con los pasivos acumulados por concepto del
pago de esas prestaciones, pero los pensionados y jubilados, especialmente
quienes se jubilaron luego de trabajar varias décadas en empleos con muy bajos
salarios, no son responsables del mal diseño que, ya desde los años 1940 y
1950, se dio al sistema de pensiones en México ni del hecho que las reformas
que crearon las administradoras de los fondos de retiro en los años 1990 no
hayan resuelto el grave problema de los pasivos.
Esos problemas explican parcialmente la
necesidad de contar con trámites como “la supervivencia”, pero al instrumentar
la solución implican que las personas que reciben esos recursos realicen viajes
que se traducen en gastos adicionales y riesgos. La ciencia médica ha
logrado—por cierto—suficientes avances que permitirían que quienes no viven en
los grandes centros urbanos del país pudieran acreditar “la supervivencia” sin
necesidad de viajar, lo que implicaría también que se redujeran los costos de
operación de los sistemas de pensiones y jubilaciones que existen en México,
¿por qué no se utilizan ese tipo de recursos? ¿Qué ocurrirá, en este sentido,
con esos sistemas de pensiones en la medida que aumente el número de personas
que se jubilarán en los próximos años? ¿Continuarán dependiendo de
procedimientos como el pase de “la supervivencia”?
Y queda pendiente otro problema de justicia:
si lo que recibe una persona jubilada o pensionada es suficiente para poder
vivir dignamente. Por ejemplo, en muchas universidades públicas ocurre que
quienes, conforme a la ley, deberían haberse jubilado ya, buscan todo tipo de
recovecos en los contratos colectivos de sus instituciones para mantenerse en
sus cátedras a como dé lugar. Eso es bueno, pues es claro que la profesión
académica es una de esas en las que la experiencia ayuda mucho a mejorar el desempeño,
pero también implica que en muchas de las aulas no se presentan ideas o puntos
de vista novedosos acerca de los problemas que vive el país, pues la planta de
profesores no se renueva, como sí ocurre en otros países en los que los
sistemas de pensiones y jubilación están diseñados para garantizar un retiro
justo y digno a quienes han cumplido con su trabajo a lo largo de varias
décadas.
Enlace: http://www.cronica.com.mx/notas/2013/774897.html
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