Manuel Gómez Granados
Sábado 14 de septiembre de 2013
En estos días patrios, más que pensar en la
grandeza de la patria o en las gestas — algunas más heroicas que otras—, y en
los próceres que nos dieron patria e identidad, los mexicanos debatimos acerca
del futuro fiscal del país. El debate, lamentablemente ocurre en las peores
condiciones posibles. El diseño de nuestras instituciones obliga al presidente
(que tiene su propia legitimidad resultado de una elección) a buscar acuerdos
con los legisladores de dos cámaras que, además de tener una composición
distinta entre sí, no están controladas por el mismo partido que controla la
presidencia.
Hay
quienes ven en esa realidad una ventaja, pues obliga a que —al menos
teóricamente— deba prevalecer la prudencia y la sensatez y no la lógica de lo
que algunos ven como “agandalle” que, por cierto, en otras democracias, quizás
más maduras que la nuestra, se ve como un ejercicio lógico, natural, inevitable
de la mayoría.
Por la razón que sea, se presentó una propuesta de reforma hacendaria, algunos dicen:
mega-miscelánea fiscal que, como suele ser el caso, no dejó contento a nadie.
Unos reclaman a los autores que es demasiado dura con los empresarios; sin embargo, incumplieron las promesas que
hicieron a los presidentes Fox y Calderón de que crearían empleos si se les
permitía diferir el pago de impuestos. Otros reclaman que se cobre impuesto al
alimento para perros. No advierten que la inmensa mayoría de las
naciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos
cobran impuestos a la propiedad de mascotas. En China son 600 dólares al año
por cada animal.
Otros más, en el colmo del exceso, reclaman
que se establezcan impuestos a los refrescos o al consumo de goma de mascar.
Los argumentos rayan en lo pueril, pues se dice que, más allá del bien que
podría generar el que se desalentara el consumo de esos productos, se “golpea a
la economía familiar”. De manera muy miope, no reconocen que lo que golpea a la
economía familiar son los altos índices de diabetes y de enfermedades de los
dientes que provoca el consumo de refrescos y chicles.
La reforma no es lo que el país necesita.
Todos sabemos que, por ejemplo, Chile o Argentina establecieron a finales de
los noventa y principios de la década pasada tasas GENERALES de impuesto al
valor agregado de más de 18 por ciento. Sin excepciones ni exenciones. Ello les
ha permitido enfrentar algunos de los retos del desarrollo. Mejorar, por
ejemplo, el desempeño de sus sistemas educativos. En México seguimos creyendo,
en cambio, que todos nuestros problemas se pueden resolver con la renta
petrolera. Eso no es posible ya. Los autores de esta mega-miscelánea fiscal han
preferido mantener la relación con el ala del PRD que está representada en el
Pacto por México. Habrá quienes digan que eso es un error estratégico de la
presidencia, pero no hay demasiadas opciones. La otra posibilidad, que PRI y
PAN fueran juntos en una reforma de gran calado (que gravaría con IVA a
alimentos y medicinas) es imposible, pues el PAN está dividido. En estos días
también asistimos a coincidencias impensables hace seis años: Andrés Manuel
López Obrador, el ala calderonista del PAN y la Coparmex caminan juntos en la
denuncia de la reforma fiscal y con los mismos argumentos. Así de trastocadas
están las cosas en México hoy, entonces, ¿por qué sorprenderse por las
contradicciones que refleja la reforma fiscal? Al final, administrar es dejar a
todos medianamente satisfechos.
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