Manuel Gómez Granados.
Noventa
y siete muertos y otros tantos desaparecidos; un millón 200 mil
damnificados; comunidades enteras sepultadas por el agua y el lodo,
aisladas, incomunicadas y sin alimento; carreteras destruidas; infraestructura
devastada; cultivos y ganado perdidos; 330 municipios de 23 estados afectados por las torrenciales
lluvias e inundaciones. Son algunos de los daños causados por Ingrid y Manuel,
más lo que se acumule.
Entre
el 11 y el 18 de septiembre, se registraron lluvias extraordinarias. Conagua
reporta 987 milímetros en la sierra de Guerrero, 661 milímetros en la huasteca
potosina, 519 milímetros en la costa de Michoacán; la lluvia que afectó al
estado de Guerrero es la mayor intensidad registrada en la historia del país. En Puebla 31 municipios fueron
declarados en estado de emergencia —entre ellos Chiconcuautla y Huauchinango,
de población indígena— y 33 en Tamaulipas. En Veracruz el gobernador informó
que en La Perla y en Mariano Escobedo hay por lo menos 30 deslaves.
Expertos
indican, además, que existe 60% de posibilidades de que un huracán se forme en
el suroeste de México, Jerry, y que puede alcanzar la intensidad de Ingrid. El
secretario de Gobernación, el titular de Conagua y otras autoridades informan
que continuarán las intensas lluvias. Como dice el refrán popular: las
desgracias nunca vienen solas.
Ante
la magnitud del problema, el presidente Peña Nieto canceló su participación en
la Asamblea General de la ONU para atender personalmente la emergencia, y
además de recorrer las zonas afectadas, dio instrucciones a la secretaria de
Desarrollo Social, Rosario
Robles, para que atienda la contingencia. Quizás porque
gobernadores y presidentes municipales se vieron titubeantes.
A
los 53.3 millones de pobres en México se añade esta catástrofe y como siempre
ocurre, son los más pobres los que sufren las peores consecuencias; están
indignados y desesperados.
La
tala inmoderada, la ausencia de una cultura de prevención, la corrupción que
permite la construcción masiva en zonas de alto riesgo, el modelo de desarrollo
urbano que privilegia a los autos sobre las
personas sin considerar el impacto medioambiental, la lentitud de
algunas autoridades para actuar ante los desastres y un largo etcétera, agravan
estas situaciones.
Acapulco,
por ejemplo, en 1997 sufrió una tragedia como la de este año con el huracán
Paulina. Conmovidos por la magnitud de la tragedia, Ernesto Zedillo y René
Juárez, entonces gobernador del
estado, prometieron que no volvería ocurrir algo parecido.
No
faltó voluntad política. Zedillo zarandeó en cadena nacional a un político
priista local que aprovechaba la situación para pasearse con los colores de su
partido, mientras repartía ayuda. En un discurso pronunciado dos años después,
Zedillo sentenció: “no se detendrá en la operación del programa de saneamiento
integral de la bahía de Acapulco, ni ninguna de las acciones que realiza; por
el contrario, seguirá inyectando al puerto la vitalidad y la hermosura que
habrá de requerir en el siglo veintiuno”.
El
siglo veintiuno llegó y en lugar de que se resuelvan los problemas de Acapulco
y de otras ciudades de México, se agravan muchas de las causas estructurales de
la fragilidad y la vulnerabilidad de nuestras urbes, como si no hubiera
voluntad política de resolver los problemas.
Más
allá de las culpas, las responsabilidades y las omisiones, hoy lo más urgente
es llevar alimentos, agua, abrigo y medicinas a las comunidades aisladas, y
atender a los miles de personas que están en albergues. Como decía el decreto
de Graciano: “Alimenta al que muere de hambre, porque, si no lo alimentas, lo
matas”. Y al mismo tiempo, conviene prepararnos para iniciar la reconstrucción,
porque, después de que pasa la emergencia, nos olvidamos de los marginados.
La
Cruz Roja, Cáritas y muchas organizaciones de la sociedad civil y del gobierno
federal como el DIF han desplegado lo mejor de sus capacidades para ayudar a
los damnificados. Ojalá no haga el gobierno lo que puede y debe hacer la
ciudadanía organizada, pero que tampoco haga la ciudadanía lo que puede y debe
hacer el gobierno. Quizás sea la oportunidad de que el gobierno demuestre que
se pueden utilizar los recursos públicos eficazmente, haga ver para qué quiere
la reforma hacendaria y ponga las prioridades donde corresponden: los seres
humanos concretos.
Sin
embargo, nada de la ayuda que se envíe podrá sustituir la sensatez para cambiar
el modelo de desarrollo urbano y la eficaz prevención de accidentes. Por eso,
urge repensar el futuro de las ciudades desde una óptica distinta, racional y
más sustentable. Ya no hay tiempo. Es la oportunidad del gobierno federal para
corregir lo que se hizo mal y empezar a hacer las cosas bien y a la primera.
manuelggranados@gmail.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario