Manuel Gómez Granados.
La Fundación Konrad Adenauer de Alemania, publicó este mes su más
reciente edición del índice de la democracia en América Latina. Es una
investigación valiosa por la información coyuntural que ofrece, además de que,
al acumular ya doce ediciones, pueden formular conjeturas que no se limitan a
lo que ocurrió en el último año en tal o cual país de la región. Eso hace
posible pensar en análisis longitudinales, que den cuenta de lo que ha ocurrido
tanto en países individuales, como en subconjuntos de países de América Latina.
Las noticias no son alentadoras. Los países de la región no han
logrado resolver algunos problemas del diseño de sus instituciones y el saldo
son ligeros retrocesos que, si queremos ser optimistas, podemos ver como un
estancamiento general del desarrollo democrático en la región, con algunos
avances muy limitados en algunas áreas, pero que no logran compensar o revertir
una tendencia general negativa de largo plazo.
No es un problema, por cierto, de pobreza. De hecho, la Konrad
Adenauer, como otras instituciones, señala que la región ha vivido un “fuerte
descenso de la pobreza desde 2003”, pero este no se ha visto acompañado de una
mejora en la calidad de las instituciones. Lo que es peor, ese descenso de la
pobreza está asociado con un aumento general de los precios de las materias
primas, que no ha logrado revertir por sí mismo (no podría hacerlo) el problema
más grave, más complejo, de la mala distribución del ingreso, al mismo tiempo
que expresa su preocupación con “los avances precarios del empleo”, lo que hace más difícil que los problemas
estructurales se resuelvan.
Dicho estudio (http://www.kas.de/wf/doc/kas_35551-1522-4-30.pdf?131001121558),
muestra cómo Argentina, por ejemplo, en los últimos 10 años logró recuperarse de
la severa crisis en que la sumieron los gobiernos de Carlos Saúl Menem y
Fernando de la Rúa. Pero esa recuperación no ha estado acompañada de mejoras en
el empleo formal, ni de la maduración de las instituciones políticas que, más
bien, se han visto afectadas por el caudillismo, por la extrema personalización
de la vida pública. Algo similar pasó en Venezuela durante los trece años de
gobiernos de Hugo Chávez, o en los procesos que han vivido en años recientes
Ecuador con Rafael Correa y Bolivia con Evo Morales. En todos esos casos, lejos
de que las prácticas de la democracia institucional se consolidaran, se fortaleció
la lógica del caudillo, del líder iluminado, como el único capaz de
resolver los problemas de sus países.
En el caso de México, la Konrad Adenauer deja ver que, entre 2002 y
2013, ocurrió una constante degradación del Índice de Desarrollo Democrático.
El indicador pasó de 6.340 en 2002, a 5.522 en 2005, a 6.135 en 2008; En 2009,
el indicador repuntó hasta alcanzar 6.490, el máximo registrado, pero de ahí en
adelante ha sido una caída constante. El indicador registró 5.455 en 2010; cayó
a 4.925 en 2011. En este indicador, en el último año de gobierno de Felipe
Calderón perdió 0.403 puntos. Repuntó
ligeramente en 2012, pues alcanzó un 5.373, para volver a caer en 2013 a 5.056.
Lo que es peor, cualquier aspiración de que México se incorporara, en el corto
plazo, en el selecto grupo de los países con Alto Grado de Desarrollo Democrático
en AL, que integra a Costa Rica, Chile y Uruguay, se esfumó.
El principal obstáculo al desarrollo democrático de México en los doce
años que cubre el análisis de la Fundación Konrad Adenauer, se encuentra en lo
que los autores llaman “la dimensión social”, esto es, “los indicadores que
miden la calidad del desarrollo social y humano en la región”. México se
encuentra entre los países que NO reportan mejoras en estos indicadores, que
incluye el gasto en salud y educación, la mortalidad infantil, la matriculación
en la educación secundaria, entre otros elementos.
Parte de los problemas de desempeño de la democracia mexicana está en
el diseño, calidad y eficacia de sus instituciones, parte también radica en que
la democracia participativa es anodina y se privilegia la representativa. En
otras palabras, existe un déficit de ciudadanía: la
participación política disminuyó y se volvió acrítica, resignada, comodina,
reducida a demandas de servicios y beneficios que el Estado otorga a los
que se organizan de acuerdo con lineamientos institucionales y gozan
de padrinos que avalen sus peticiones. La aplicación de
las políticas públicas está en manos de funcionarios o burócratas, y la
representación del pueblo “descansa” en el Congreso que muestra la
incapacidad de nuestros políticos para escuchar al pueblo y construir acuerdos.
manuelggranados@gmail.com
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