Manuel
Gómez Granados.
Al concluir octubre terminó una era en el
Instituto Federal Electoral, la de Leonardo Valdés Zurita como consejero
presidente de esa institución. Es difícil hacer una valoración cabal del
desempeño de Valdés en un espacio tan reducido como éste. Es claro que, sin ser
abogado, pues lo suyo es la economía y la ciencia política, Valdés es—ya desde
los ochenta—una de las personas que más sabe de elecciones e instituciones
electorales mexicanas y de América Latina. Sin embargo, como otros consejeros
que llegaron al IFE luego de la primera “camada”, aquella en que estuvieron
José Woldenberg, Miguel Ángel Granados Chapa o Ricardo Pozas Horcasitas, entre
otros, a Valdés le faltó el bono que otorga la confianza que no depende del
conocimiento técnico puro.
Más importante que lo que pudo faltarle a
Valdés y antes de él a Carlos Ugalde, es
pensar qué sucederá con el IFE en los próximos meses, habida cuenta que se
elegirán a cinco consejeros, uno de ellos con el rango de consejero presidente,
en un momento en que los ánimos en las cámaras del Congreso estarán muy
caldeados por la discusión del presupuesto de 2014 y por la reforma electoral
que, entre otras cosas, ha abierto—de nuevo—la discusión sobre el futuro del
IFE y su eventual transformación en una institución nacional única, lo que
implicaría transformar o eliminar a las 32 autoridades electorales que ahora
existen en cada una de las entidades. Los
ánimos están tan caldeados que la elección de los consejeros debió
ocurrir a mediados de este año y no fue posible realizarla.
El primer problema que enfrenta el proceso de
elección de consejeros, es que no permite la reelección de aquellos que hayan hecho bien su trabajo, los que se
hayan ganado la confianza de la ciudadanía, como ocurrió con Woldenberg. En
este modelo, resulta muy difícil
acreditar la capacidad y aumentar la confianza en tal o cual consejero. Una
reforma electoral sensata tendría que reconocer que el gran problema de las
elecciones en México sigue siendo la (des)confianza que inspiran las decisiones
de los consejeros electorales y que los posibles candidatos a ocupar ese cargo
son personas que pueden tener muchas calificaciones técnicas, pero que son poco
conocidos más allá del ámbito de su especialidad y difícilmente concitan la
confianza del público en general.
Otro problema es el de los gastos en que
incurre el IFE, sus contrapartes en las 32 entidades, además del Tribunal
Electoral, sus salas regionales y los 32 tribunales electorales del país,
además de los partidos políticos en sí mismos. Somos un país con elecciones
sumamente caras, ritualizadas, farragosas, altamente burocratizadas que lejos
de contribuir a la construcción de confianza, más bien la socavan y alientan el
conflicto. Es cierto, los partidos políticos no ayudan tampoco. Sus líderes
frecuentemente tratan de ocultar sus errores y los errores de sus estructuras
tras argumentos muy desgastados, como el del fraude electoral que, lejos de
alentar la participación y la confianza en el proceso electoral, alimentan los
miedos de los escépticos y favorecen el constante descrédito de la democracia y
sus procedimientos.
Se trata de problemas que no se van a
resolver con abultados currículos de personas que pueden tener uno, dos o tres
doctorados pero que—por el mismo grado de especialización que han logrado o por
pedantería—hablan un lenguaje ajeno al de la mayoría y son incapaces de
construir confianza en sus decisiones y en el desempeño de las instituciones
que dirigen. El resultado es una creciente
desconfianza en las instituciones electorales, que debilita nuestra democracia.
En este sentido, la negociación de la reforma
política y de la elección de los nuevos consejeros del IFE tendría que
aprovecharse para que los partidos dejen—aunque sea sólo por un par de meses—de
socavar la confianza en la democracia. Quienes laboran en esas instituciones,
también tendrían que poner de su parte. La última vez que al IFE le faltaron
miembros, los consejeros se autorizaron a sí mismos aumentos en sus ingreso,
vía bonos, y recursos adicionales a los sueldos exorbitantes que cobran. Urge,
en ese sentido, que los consejeros que mantendrán en funcionamiento al IFE y
quienes sean electos comprendan qué tan frágil es su posición en instituciones
que no despiertan la confianza de las personas de a pie: que eviten excesos
y boato; que contribuyan a que el país
se serene y a que, poco a poco, reconstruyamos las bases de la confianza.
manuelggranados@gmail.com
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