Manuel Gómez Granados.
La semana pasada, el arzobispo de Nueva York,
Timothy Dolan se despidió como presidente de la Conferencia de Obispos de
Estados Unidos. Lo hizo con un encendido discurso en el que llamó a hacer de la
libertad religiosa el núcleo del trabajo pastoral de los obispos en ese y otros
países. No le faltaban razones. En los últimos meses han ocurrido ataques a
grupos de cristianos, católicos o no, en distintos países. Mucha de la atención
se ha centrado en lo ocurrido en Egipto en el contexto de la nueva crisis
política que vive ese país. Allá, los ataques a la libertad religiosa fueron violentos.
Involucraron la quema o destrucción con artefactos explosivos antiguos templos
coptos, católicos o no.
Otro país en el que los ataques a templos y
edificios religiosos están a la orden del día es Siria, donde incluso la nunciatura apostólica en ese país ha sido
objeto de ataques con explosivos. Y no es sólo la destrucción de edificios.
Es—sobre todo—la persecución sistemática de cualquiera que no haga suya la
lógica de los distintos grupos que se disputan el control de ese país.
De acuerdo con el cálculo del cardenal Dolan,
el número total de cristianos víctimas de la violencia en los primeros 13 años
de este siglo es de cerca de un millón. A ellos tendrían que agregarse las
víctimas de otros grupos religiosos que incluyen a judíos, musulmanes y budistas.
Entre los países que podrían convertirse en
los próximos meses en epicentros de graves violaciones de los derechos humanos
de las minorías religiosas están Afganistán y Pakistán, que ya sufren de
agresiones continuas. Esas historias son más difíciles de discernir pues,
detrás de la persecución de los cristianos que viven allí, están también las
historias de la disputa de grandes extensiones de terrenos para el cultivo de
la amapola, la materia prima para la producción de la heroína, que inunda las calles
de Europa.
Y están también los conflictos de origen
étnico que golpean a Turquía, donde—desde hace más de un siglo—se vive un sordo
conflicto entre el gobierno nacional turco y los kurdos y armenios, minorías
étnicas y religiosas distintas de los turcos que fueron obligados a jurar
lealtad al gobierno y, en el caso de los armenios, obligados a convertirse al
Islam, bajo amenazas.
En este sentido, Dolan
tiene mucha razón cuando habla de la necesidad de hacer de la libertad
religiosa una prioridad del trabajo pastoral. Lo más interesante, sin embargo,
no es que el arzobispo de Nueva York haga ese llamado. Lo que es digno de
considerar es la manera en que la Conferencia de Obispos de EU asume este reto.
Sin renunciar a reafirmar las definiciones morales de la Iglesia en temas como
la defensa de la vida o la objeción de conciencia, los obispos de EU han
lanzado tres iniciativas. Una coyuntural, que tiene que ver con la ayuda a las
víctimas en Filipinas y otras dos de largo aliento. La primera, la Campaña
Católica para el Desarrollo Humano, cuyo objetivo último es erradicar la
pobreza en EU. La segunda, la Semana de la Migración que ocurrirá en enero del
año próximo, para expresar así la solidaridad con las familias de
indocumentados que viven angustiados por el temor a las deportaciones.
Dolan y la Conferencia de Obispos de EU tienen
claro que la mejor manera de defender la libertad religiosa es respetando la
dignidad de cada ser humano. Saben también que no hay mejor manera de ejercer
esa libertad que poniendo en práctica el
amor al prójimo, la caridad que supone la justicia.
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