Manuel Gómez Granados.
Pocos imaginábamos allá en
enero de 2013, que este año terminaría siendo el año del antiguo arzobispo de
Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio. Pocos imaginábamos que los rumores de la
renuncia de Benedicto XVI, que empezaron a circular a mediados de 2012, se
materializarían. Y sin embargo, ahora que cerramos el año, el nombre de
Francisco predomina por donde se le vea. No sólo fue la distinción que la
revista Time le hizo al nombrarlo la persona del año 2013, ni es un hecho aislado, como haber celebrado
su cumpleaños en la compañía de cuatro indigentes, quienes viven, sin techo, en
las calles de Roma, junto con el perro de uno de ellos .
Tampoco fueron gestos tales como
hacer a un lado los vehículos de la ostentosa marca Mercedes Benz y favorecer,
en cambio, los autos de marcas más comunes como Fiat o Ford. No fueron sólo los
gestos que Francisco tuvo en Lampedusa, el epicentro de la peor tragedia de
derechos humanos en Europa desde la segunda Guerra Mundial. No fue un hecho
aislado, porque lo propio de Francisco es la antítesis de las campañas, de los
gestos calculados para lograr algún objetivo. Lo de Francisco es la expresión
humana y madura, bien lograda, de un modelo de atención pastoral que Jorge
Mario Bergoglio forjó en la difícil experiencia de vivir los vaivenes y
fracasos de los gobiernos militares y civiles de Argentina y la comprensión de
que, más allá de las campañas, lo que debe prevalecer en el núcleo de la
actuación de un obispo, incluido el obispo de Roma, es la congruencia entre lo
que se dice y lo que se hace.
Como obispo, Jorge Mario Bergoglio sembró de
manera cotidiana, en el Metro y el microcentro de Buenos Aires, semillas de
compasión, de empatía y de la vivencia de las enseñanzas del Evangelio que no
pueden ser otras que las de un rostro humano y compasivo y que empezaron a
florecer —cuando él se convirtió en sucesor de Pedro— con las pequeñas
decisiones que han cimbrado a la institución: abandonar el “protocolo real” de
los palacios vaticanos; romper con tradiciones
agotadas, como los zapatos rojos; realizar salidas nocturnas por las calles de
Roma para tomarle el pulso a la ciudad; llamar por teléfono a los fieles que se
le acercan, etc. Algo similar puede decirse de la exhortación que recién publicó:
La alegría del Evangelio, que refleja sus muchos años de trabajo pastoral, lo
mismo en las llamadas “Villas Miseria” del Gran Buenos Aires, que en el diálogo
interreligioso con las comunidades de no cristianos que existen en la capital
de Argentina. En todos estos ámbitos, lo que el papa Francisco ha mostrado no
es sólo su conocimiento teológico o pastoral. Es —ante todo— su sensibilidad
muy particular para mostrar el rostro de misericordia a los pobres y el corazón
abierto para aceptar a todos y ofrecer
palabras de aliento y no de condena a quien se le acerque.
Era inevitable que una persona
cuyo desempeño como pastor está marcado por estas notas, busque reformar a la
Iglesia —lo que pidió el Cristo de san Damián a Francisco de Asís—. El año
próximo, 2014, Francisco deberá mostrar qué tan profundo quiere llegar; ojalá
que más que frenarlo, el programa de reformas de Francisco encuentre en las
curias de las diócesis el eco que los cambios de gran calado requieren. Le urge
a la Iglesia, que sólo así podrá mantener el papel que corresponde, como
reserva moral y espiritual de América Latina, de Occidente y del mundo,
pero—sobre todo—como signo de esperanza.
Feliz Navidad.
Enlace: http://www.excelsior.com.mx/opinion/manuel-gomez-granados/2013/12/21/934880
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