Por estas fechas, en Estados Unidos, se
celebra el 50 aniversario del inicio de la llamada Guerra contra la pobreza.
Esa guerra formó parte de un programa más ambicioso: la Gran Sociedad, con el
que Lyndon B. Johnson inició su accidentada presidencia, producto del asesinato
de John F. Kennedy, que incluyó —entre otros— los acelerados cambios que
restituyeron los derechos civiles y políticos a las minorías de afroamericanos,
latinos y nativos–americanos.
La Guerra contra la pobreza generó muchas
intervenciones. Algunas estaban orientadas a reparar las unidades
habitacionales que Franklin D. Roosevelt había construido durante la Gran
Depresión que, 30 años después, acusaban los efectos del tiempo y de políticas
como la congelación de rentas para viviendas. La Guerra contra la pobreza
también detonó una serie de estudios sobre este problema en EU y en otros
países, que inspiraron la política exterior norteamericana, como en el caso de
las llamadas Brigadas de la Paz (Peace Corps), creadas unos años antes por Kennedy.
Más importante que los programas en sí, lo que
la Guerra contra la pobreza detonó también fue la creación de toneladas y
toneladas de estadísticas. Esos números, que incluyen desde los montos de la
ayuda, hasta diversas evaluaciones de lo logrado con esa ayuda, ofrecen un
corpus invaluable para entender qué funciona y qué no funciona cuando se trata
de combatir la pobreza.
Ese es el espíritu que anima el trabajo de Raj
Chetty, economista adscrito al Proyecto de Igualdad de Oportunidades de las
universidades de Harvard y Berkeley quien, el 17 de diciembre de 2013 presentó
sus hallazgos en una videoconferencia que puede verse en el portal del Banco
Mundial (http://live.worldbank.org/improving-equality-opportunity). El trabajo permite
identificar tres factores clave en la lucha contra la pobreza. Uno es el del
incremento en el ingreso de las personas. No hay vuelta de hoja, para combatir
la pobreza se debe generar riqueza, ingresos. Las políticas de combate a la
pobreza necesitan atender las realidades del mercado. Si se dejan de lado esas
realidades, más que combatir la pobreza se administra la miseria y el
descontento que esa condición genera en quienes la padecen.
El segundo factor clave es la capacidad que
tienen los gobiernos locales (municipales en el caso de México) para orientar y
aumentar el nivel de la inversión pública a fin de resolver sus problemas:
seguridad pública, tránsito, áreas verdes, recolección de basura, mantenimiento
de espacios comunes que favorezcan la construcción de sentidos de pertenencia,
como los parques en los que juegan los niños o las canchas deportivas en las
que pueden practicar deportes los jóvenes y los adultos, además de mejoras en
la infraestructura de las escuelas o las bibliotecas públicas. Si una política
de desarrollo no mejora la capacidad de los gobiernos municipales para ser más
autónomos y orientar la inversión pública a satisfacer esas necesidades
básicas, poco se avanzará para combatir la pobreza.
Finalmente, Chetty considera que tanto la
capacidad de las ciudades para incluir, en lugar de discriminar a sus
habitantes, así como “la estructura familiar” son los factores más importantes
para explicar si las personas pueden o no superar la miseria y la pobreza, de
modo que sus hijos vayan a la escuela y prosperen.
Los datos disponibles en EU demuestran que
ciudades como Salt Lake City, con una alta proporción de familias en el sentido
tradicional del término y con una práctica relativamente constante de su
religión, tienen mayores probabilidades de ver que los niños pobres superen esa
condición que ciudades como Atlanta, en las que existen altos índices de
segregación o discriminación racial.
El análisis de Chetty permitiría explicar, por
ejemplo, por qué es tan difícil erradicar la pobreza en Chiapas, Guerrero,
Oaxaca, Michoacán, Puebla o algunas regiones de Chihuahua. Se trata de regiones
de México marcadas por la pobreza y formas de exclusión, segregación y racismo
similares a las de ciudades del Sur Profundo de EU como Atlanta, así como por
la debilidad presupuestal de sus gobiernos municipales. De igual modo, los
datos nos dicen que es necesario fortalecer a la familia, no socavarla. La
información disponible deja ver que los niños que crecen en familias en las que
madre y padre colaboran y comparten las responsabilidades de la crianza, tienen
mayores posibilidades de superar la pobreza que los niños de familias con sólo
uno de los padres.
¿Podemos aprender de esta experiencia para
México? O, ¿se aplicará el refrán de que nadie experimenta en cabeza ajena?
Enlace: http://www.cronica.com.mx/notas/2014/807862.html
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