Manuel Gómez Granados.
En las
últimas semanas, Michoacán se ha convertido en el tema del que todos hablan en
México. Es una pena que sea por las peores razones posibles. El estado, uno de
los principales productores agropecuarios de México vive ya desde finales del
siglo pasado un lento pero implacable proceso de descomposición. Nadie podría
decir con precisión cuándo empezaron los problemas. ¿Fue la quiebra del tejido
social? Y si fue eso, ¿qué la detonó? Una posible explicación es la manera que
los michoacanos abandonaron su estado.
La
emigración resolvió algunos problemas, pero generó otros. Muchos pueblos pueden
carecer de escuelas u hospitales, pero lo que no falta son las casas de cambio
y de la mano de ellas, el consumo suntuario, consumo que hizo que mucha de la
riqueza ganada con la emigración a Estados Unidos se perdiera como agua en las
manos.
Además, la
emigración hizo que muchos jóvenes se olvidaran de estudiar; veían a sus
padres, a sus tíos o a los padres de sus amigos regresar cada año, forrados de
dólares, con camionetas de lujo. Los niños de los setenta, ochenta y noventa,
crecieron solos. A veces cuidados por las madres, a veces por las abuelas;
crecieron en pueblos fantasmas, pueblos sin esperanza. Y a la dinámica de la
emigración, por sí misma destructiva, se agregó desde los setenta el hecho que
mucha de la prosperidad de EU, el boom de la construcción, sólo se podía
explicar gracias al narcotráfico.
Emigración y
narcodólares dieron forma a un coctel todavía más destructivo. En Michoacán
hubo quienes, tan ingenuos como irresponsables, al estilo del doctor Fausto
creyeron que podían pactar con Satanás. Creyeron que mientras ellos no
consumieran las drogas, todo estaría bien. Crearon la ficción del mal como algo
ajeno a Michoacán. Creyeron que los ancestrales vínculos solidarios aguantaban
otra vuelta de tuerca. No fue así porque incluso si el consumo de drogas no
hubiera crecido, estaba el delicado problema del dinero de las drogas, una
droga tan poderosa como la droga misma, que trae consigo pleitos y problemas.
Sólo faltaba
la irresponsabilidad de la clase política, de los tres partidos y la aportaron.
Unos más celosos que los anteriores, los alcaldes se hicieron de la vista
gorda; los policías dejaron pasar cargamentos y la cadena siguió así hasta
llegar a Morelia. Al finalizar los noventa, ya no eran grupos aislados. El
Sindicato de Maestros, que tantas cosas buenas hace por México, se encargó de
darnos también a La Tuta y poco tiempo después ya teníamos a La Empresa, que se
convirtió—ironía de ironías—en La Familia y, como nada puede ser más sagrado
que la familia, La Tuta dio vida a Los Caballeros Templarios.
Pero lo malo
siempre puede ser peor y así surgieron las “Auto-Defensas”, mala solución desde
el nombre, que recuerda lo peor de la historia colombiana porque lo último que
un lugar infestado de violencia son grupos que promuevan todavía más violencia.
Y ahí estamos en un monumental pantano: siete años después del inicio de la
Guerra contra el Narco; cuatro años después del Michoacanazo; tres años después
del más importante despliegue de fuerzas militares en Michoacán desde La
Cristiada; un año después de que se nos prometió que la violencia terminaría y
lo único seguro es que la violencia sigue ahí.
¿Qué
necesitarán nuestros políticos y la sociedad civil para entender que no hay
atajos, que la paz se construye todos los días con desarrollo y que nadie puede
salir bien librado de los pactos con Satanás?
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