Manuel Gómez Granados.
El papa Francisco nos
lleva de sorpresa en sorpresa. Terminó mayo con el torbellino de esperanza que
fue su viaje por Tierra Santa e inició junio con la invocación a la paz en
Medio Oriente que le permitió reunir en los jardines vaticanos a los presidentes
de Israel y de la Autoridad Palestina, Shimon Peres y Mahmoud Abbas, así como
al patriarca ortodoxo de Constantinopla, Bartolomé y a otros dirigentes
cristianos, así como judíos y musulmanes.
En una entrevista
concedida al diario español La Vanguardia, Francisco, insistió —por tercera vez
en menos de un año— en la necesidad de que los obispos actúen como servidores y
no como príncipes, verdad crucial para el futuro de la Iglesia y justo antes de
anunciar su viaje de cinco días a Corea del Sur, prueba de su fortaleza y
salud.
En la misa que celebró en Santa Marta, el 16 y 17
de junio, pronunció un par de homilías que tocan uno de los problemas clave que
padecemos a escala global: la corrupción:
“Los daños que causan los
corruptos —dijo Francisco en su homilía del 16 de junio— los pagan los pobres.
Si hablamos de los corruptos políticos o de los economistas corruptos, ¿quién
paga esto? Pagan los hospitales sin medicinas, los enfermos que no tienen
cuidados, los niños sin educación. Ellos son los que pagan la corrupción de los
grandes. ¿Y quién paga la corrupción de un prelado? La pagan los niños, que no
saben hacerse el signo de la cruz, que no saben la catequesis, que no son
cuidados. La pagan los enfermos que no son visitados, la pagan los encarcelados
que no tienen atención espiritual. Los pobres pagan. La corrupción la pagan los
pobres: pobres materiales, pobres espirituales”.
Y al día siguiente, 17 de
junio, Francisco abundó: “¡El corrupto irrita y hace pecar al pueblo de Dios!
Jesús lo dijo claramente: el que escandaliza es mejor que se tire al mar. El
corrupto escandaliza a la sociedad, escandaliza al pueblo de Dios. El Señor
anuncia el castigo de los corruptos, pues escandalizan, porque explotan a los
que no pueden defenderse, los esclavizan”.
Francisco comprende bien
que para evitar la pobreza que esclaviza y garantizar las mejores condiciones
de vida posibles se debe combatir la corrupción. Su posición es realista, sabe
que la Iglesia no es asamblea de los puros, sino hospital de pecadores; no
aspira a que seamos perfectos. Exige que quien haya cometido un error, lo
reconozca, pida perdón a Dios y restituya el daño:
"Esta es la puerta
de salida para los corruptos, para los políticos corruptos, para los hombres de
negocios corruptos, para los eclesiásticos corruptos: ¡pedir perdón!, pues el
Señor perdona, pero perdona cuando los corruptos hacen lo que hizo Zaqueo: ‘He
robado, Señor. Devolveré cuatro veces lo que he robado’”.
Es una verdad crucial que
ocupa un lugar fundamental en un proyecto más ambicioso de Francisco: su
pedagogía de la paz. No hay paz sin honradez y no hay desarrollo sin paz o con
corrupción. En la lógica de Francisco, la corrupción se convierte en uno de los
más poderosos obstáculos al desarrollo y, es que el desarrollo, como expresó
Pablo VI en Populorum Progressio, es
“el nuevo nombre de la paz”.
Una nota final. Francisco
no excluye a la Iglesia de sus críticas, como lo demuestra la referencia a la
corrupción de los prelados en sus homilías. Tiene claro que las estructuras de
la Iglesia no han sabido aislarse de la corrupción para ser ejemplo de conducta
frente a otras instituciones.
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