Manuel Gómez Granados.
Los últimos días han sido los días del papa
Bergoglio. Incluso en países como el nuestro, azotados por la plaga de malas
noticias, ha sido casi imposible evitar prestarle atención a los trabajos de
este hombre que, como él mismo reconoce, “ha sido llamado por Dios cuando ya es
viejo… a custodiar la unidad de la Iglesia universal”. Y no es sólo por la
manera, uno podría decir providencial, en que acogió a Sophie Cruz, la hija de
una familia de emigrantes oaxaqueños que corrió a sus brazos en las calles de
Washington, DC, que le pidió al papa interceder para que sus padres no vivan
con la zozobra que provoca el temor de ser deportados, han sido todos los
gestos testimoniales en este viaje apostólico por Cuba y Estados Unidos.
En La Habana, Holguín y Santiago, el papa Francisco
delineó con mano delicada pero con voz firme las diferencias entre el programa
de la revolución cubana y lo que el Evangelio pide de quienes decimos creer en
Dios y su hijo Jesucristo: “servir a las personas, no a las ideologías”, la
primacía de la familia y la necesidad de no renunciar a la esperanza de que
somos capaces de construir sociedades más justas, más humanas, más respetuosas
de todos los derechos, incluido el derecho a la libertad religiosa. Los
recorridos en Holguín y Santiago son especiales porque sólo 26 y
24 por ciento de los habitantes, respectivamente, son católicos. Son una
minoría a la que Francisco buscó para dejar en claro que su interés en las
periferias no es un recurso retórico.
Este salir al encuentro de quienes están en las
periferias, de los marginados, de los excluidos, forma parte de una teología
centrada en la inclusión que Francisco adelantó en los distintos mensajes que
pronunció en Cuba y Estados Unidos y que implica realizar actos tan
misericordiosos que resultan subversivos y han llevado a que algunos
llamen al papa un “radical de la inclusión”. Esta teología de la inclusión de
Francisco delineada en la Casa Blanca, el Congreso de Estados Unidos, la
Asamblea General de Naciones Unidas, así como en la catedral de San Patricio en
NY al referirse a las monjas de EU, alcanzó su mayor expresión en el conmovedor
mensaje que pronunció en la sede de Cáritas de Washington, donde recordó que
Jesús nació como una persona sin techo, como un homeless, y se extenderá a su
visita, mañana domingo, a la prisión de Curran-Fromhold en Filadelfia, una de
las más injustas de EU por la manera tan opaca como opera. También lo fue su decisión de canonizar a Junípero Serra en una misa
en español, que dignificó y elevó tanto al nuevo santo como a quienes, como el
santo, hablan español y padecen discriminación y rechazo, es decir, exclusión.
La teología de la inclusión
en el mensaje ante Naciones Unidas podría resumirse en la idea de que si
deseamos construir una paz duradera, sustentable, es necesario incluir a todos
tanto en los ámbitos nacionales como en el internacional: “la exclusión
económica y social es una negación total de la fraternidad y una grave
violación de los derechos humanos y ambientales” que, golpea más gravemente a
los pobres que se ven obligados a vivir “del descarte”, en una cultura cuyo
origen está en el egoísmo que excluye y margina a los más débiles, frente a la
cual es necesario reafirmar el derecho a la triple T: techo, trabajo y tierra.
¿Qué queda para nosotros? En
la canonización de Serra, Francisco expuso una verdad clave para comprender y
remediar los problemas que enfrentamos hoy: “El pueblo santo de Dios, sabe
transitar los caminos polvorientos de la historia atravesados tantas veces por
conflictos, injusticias, violencia para ir a encontrar a sus hijos y hermanos.
El santo pueblo fiel de Dios, no le teme al error; le teme al encierro, a la
cristalización en élites, al aferrarse a las propias seguridades”.
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