Manuel Gómez Granados.
La espera de los últimos tres meses terminó con la
llegada del papa Francisco. Si todo transcurre conforme al programa, el papa
Bergoglio llegará a México luego de hacer una breve escala en La Habana, Cuba,
donde se encontró con el patriarca de Moscú. Ya con el papa en nuestro país, la
pregunta inevitable es qué resultará de la visita. Es claro que las fórmulas
aplicadas durante las seis visitas pontificias están más que agotadas. No sólo
eran fórmulas que no llevaban a un mayor o mejor compromiso de cada persona con
su fe, también generaron problemas serios por la manera en que se manejaron los
recursos que, no en balde, han terminado por contribuir al sospechosismo, que
refleja uno de nuestros más severos problemas: la falta de confianza.
Hay otro elemento adicional. Ni siquiera cuando
ocurrió la primera visita de Juan Pablo II había la presión que se aprecia hoy
para que el papa se pronuncie sobre la realidad política de México. Cuando
ocurrió la primera visita del papa Wojtyla la noticia era que esa visita
hubiera podido ocurrir. Las viejas formas de la política mexicana permitieron
que el contacto entre Juan Pablo II y José López Portillo fuera mínimo y que,
en ese sentido, la visita fue un hecho verdaderamente pastoral y social,
alejado de otras consideraciones. Desde que se modificó la Constitución en
1992, las visitas de pontífices a México, en cambio, se han convertido en
verdaderas competencias para salir en la foto con el visitante. Eso ha
terminado por dañar la imagen de la Iglesia y del papado entre algunos sectores
de la opinión pública mexicana que resienten la cercanía del poder temporal con
el poder espiritual, pues consideran que los políticos sacan provecho.
Ya desde antes de que se anunciara de manera oficial
la visita, había una creciente exigencia de que el papa se pronunciara sobre lo
que ocurre en México en distintos órdenes de la vida. Hay quienes, con la
típica severidad de los fariseos, se pitorrean de quienes piden eso del papa o
incluso quieren presentar ese tipo de peticiones como una especie de trampa.
Son críticas, por cierto, que también se hacen desde el polo jacobino. Eso sólo
demuestra qué tan lejos viven fariseos y jacobinos de las realidades de los
cientos de miles, quizás millones, de personas que han sido víctimas de las
distintas formas de violencia que padecemos.
En lugar de condenarlos, deberían preguntarse por
qué es que en un país que, supuestamente es democrático y laico, las personas
esperan, desean e incluso exigen que el papa emita una condena a las actitudes,
los excesos, de una clase política ineficaz, corrupta, demasiado satisfecha de
sí misma e incapaz de ver más allá de sus narices. Las razones de ello son
simples.
Del lado del Estado, las instituciones de justicia
no cumplen. Un poco antes de la llegada del papa, la Universidad de las
Américas publicó la segunda edición de su Índice Global de Impunidad que este
año comparó a las 32 entidades entre sí y la realidad es tan mala como el año
pasado: México es el segundo país con mayor impunidad a escala global y hay
estados con sistemas de justicia del siglo XIX. Pero del lado de la Iglesia,
también hay notables fallas. La más grave es que, desde hace casi 20 años, la
jerarquía mexicana hiberna, de modo que tanto el anuncio del Evangelio como la
denuncia del pecado social son débiles, casi inexistentes. Lo poco de formación
que ofrece, no educa para la libertad, más bien se preocupa por preservar los
privilegios del clericalismo y, a diferencia de lo hecho por los obispos de EU
en el tema del abuso sexual, acá se le apuesta a la amnesia del pueblo.
Ingenuamente se espera mucho de Bergoglio porque las
instituciones, tanto civiles como religiosas, no funcionan y se espera que sea
él quien, durante la visita, cumpla con esas funciones. Eso es imposible, pero
deja ver que las personas todavía tienen esperanza en que las cosas cambien.
Sería importante que más que criticar o descalificar al pueblo, los responsables
de las instituciones civiles y religiosas cumplieran con sus obligaciones. El
propio Bergoglio cuando era obispo de Buenos Aires dio ejemplo de cómo debían
actuar las autoridades religiosas. No era sólo usar transporte público como
expresión de cercanía con su pueblo.
Eran las iniciativas que Bergoglio apoyaba, como La Alameda, para
erradicar la explotación laboral y sexual, sin esperar a que Juan Pablo II o
Benedicto XVI fueran a Argentina a hacerlo.
Hay que atender también a los gestos simbólicos. Que
Francisco vaya a la tumba de Samuel Ruiz, que se haga acompañar de Raúl Vera,
que busque el contacto con indígenas y quienes viven en las zonas más
marginadas, son mensajes que sólo los necios perderán de vista. De ellos, habrá
muchos para quien quiera verlos.
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