Manuel Gómez Granados.
Desde finales del siglo XVIII, Estados
Unidos decidió que sus elecciones se celebraran el segundo martes de noviembre.
Puede parecer absurdo, pero para una sociedad rural, había algunas razones. Que
fuera en noviembre permitía que las tareas agropecuarias estuvieran concluidas.
Que fuera en martes permitía que las personas que viajaban a las ciudades a
votar pudieran hacer otras cosas durante el primer fin de semana de noviembre
y, luego, votar. No es que en aquel entonces votaran muchos. Las mujeres, esclavos,
nativos americanos, extranjeros y menores de 21 años estaban excluidos. Algunas
de las colonias excluían también a los analfabetas y hasta finales del siglo
XIX existieron impuestos electorales, el poll tax en algunos estados. En
general, el modelo estadunidense le apuesta a moderar más que alentar la
participación electoral. Era la manera de evitar los errores que habían sumido
a la Inglaterra de Oliver Cromwell en el siglo XVII y a Francia en el mismo
siglo XVIII en la violencia y el revanchismo, de las revoluciones.
Este año, el proceso electoral de
Estados Unidos tiró todos esos principios al caño y los mexicanos somos
testigos y, en muchos sentidos, víctimas de su peligrosa radicalización. Mucha
de la responsabilidad la tiene Donald Trump, pero sería absurdo asumir que sólo
él es responsable. Están los republicanos que han hecho de la guerra un negocio
y que no le perdonan a Barack Obama haberse esforzado por reducir el número de
intervenciones en conflictos en otras regiones. Para justificar las críticas a
Obama, los republicanos recurrieron durante los últimos ocho años a un arsenal
de mentiras y rumores que van desde decir que no es ciudadano de EU, hasta
decir que es musulmán. Esas mentiras, paradójicamente, acabaron por golpear al
propio Partido Republicano con el surgimiento del Tea Party, que se apropió de
las estructuras locales republicanas, convirtiendo a ese partido en una máquina
de radicalismo que, al mismo tiempo que denostaba a Obama, permitió que Trump
derrotara a Jeb Bush, entre otros precandidatos.
Los demócratas también contribuyeron.
Lejos de tomarse en serio las elecciones intermedias de 2010, creyeron que
bastaba reciclar los lemas de campaña de Obama en 2008 para ganar. Lo que
ocurrió fue devastador. Perdieron tantos escaños en las dos cámaras del
Congreso que los republicanos del Tea Party lograron bloquear, uno tras otro,
los esfuerzos de Obama para reencauzar la economía y mejorar el desempeño de
las instituciones. Desde 2010, los demócratas han sido incapaces de recuperar el
control de las cámaras del Congreso y sólo los pronósticos más optimistas
acerca del posible desempeño de Hillary Clinton como candidata permiten suponer
que los demócratas pudieran controlar alguna de las dos cámaras.
Y están los medios. El fenómeno Trump no
se construyó de la noche a la mañana. Si algo se le debe reconocer a Trump es
que ha trabajado durante muchos años para construir el activo más importante de
cualquier político: el reconocimiento de su nombre. En la ruta para convertirse
en una figura reconocida, una marca, dirían algunos, Trump participó en
programas que él produce para la NBC, así como en espectáculos de la WWE, la
empresa de lucha libre más importante de EU, además de diversos programas de
distintas cadenas, que lo convirtieron, desde finales de la década pasada, en
lo que es ahora, una marca reconocida incluso a escala global.
Finalmente, están gobiernos como el de
México, no sólo el actual, que lejos de construir condiciones para garantizar a
todas las personas el derecho a ganarse la vida honestamente en sus lugares de
origen, le apostaron durante muchos años a hacer del migrante una suerte de
héroe. El resultado es que casi nueve millones de mexicanos viven en EU sin los
papeles necesarios. El discurso xenófobo de Trump encontró suelo fértil porque
se trata de una emigración masiva que nos ha dañado a nosotros, pues hemos
perdido el activo más importante de cualquier nación: su gente. El daño a
México será más grave si Clinton pierde. En la actualidad, las estimaciones más
precisas dan a Hillary poco más de 65 por ciento de probabilidades de ganar.
Pero esos números podrían empeorar por propios errores y mentiras, y por el
surgimiento de candidatos de otros partidos como Jill Stein, del Verde, y Gary
Johnson, del Libertario.
Las cabezas que rodaron en México luego
de la visita de Trump deberían servir como acicate a nuestros políticos para
evitar que el país sea tan vulnerable a los caprichos migratorios de EU o a las
variaciones en el precio internacional del maíz. El golpe que sufrió el
gabinete presidencial todavía podría ser una llamada de atención; habrá que ver
si nuestro gobierno lo entiende o si nuestras elecciones nublarán también su
vista.
manuelggranados@gmail.com
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